LA PIEDAD, DON DEL ESPÍRITU SANTO
Queridos hermanos y
hermanas, ¡buenos días!
No parece tan bonito el
día, pero ustedes son valientes y han venido con la lluvia, gracias. Esta
audiencia se realizará en dos lugares: los enfermos están en el Aula Pablo VI,
por la lluvia, están más cómodos ahí y nos siguen a través de las
pantallas; y nosotros aquí. Estamos unidos, ambos, y les hago la propuesta de
saludarlos con un aplauso. No es fácil aplaudir con el paraguas en la mano, ¿eh?
Entre los tantos aspectos
de la misericordia, existe uno que consiste en sentir piedad o apiadarse en
relación a cuantos tienen necesidad de amor. La pietas – la piedad – es un
concepto presente en el mundo greco-romano, donde indica el acto de someterse a
los superiores: sobre todo la devoción debida a los dioses, también el respeto
de los hijos hacia los padres, sobre todo a los ancianos. Hoy, en cambio,
debemos estar atentos a no identificar la piedad con el pietismo, bastante
difundido, que es solo una emoción superficial y ofende la dignidad del otro.
Al mismo modo, la piedad no se debe confundir ni siquiera con la compasión que
sentimos por los animales que viven con nosotros; sucede, de hecho, que a veces
se siente este sentimiento hacia los animales, y se permanece indiferente ante
los sufrimientos de los hermanos. Pero, cuantas veces vemos gente tan apegada a
los gatos, a los perros, y después dejan sin ayuda el hambre del vecino, de la
vecina… no, no ¿eh?
La piedad de la cual
queremos hablar es una manifestación de la misericordia de Dios. Es uno de los
siete dones del Espíritu Santo que el Señor ofrece a sus discípulos para
hacerlos «dóciles para seguir los impulsos del Espíritu Santo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1830). Tantas veces en el
Evangelio se presenta el grito espontáneo que personas enfermas, endemoniadas,
pobres o afligidas dirigen a Jesús: “Ten piedad” (Cfr. Mc 10,47-48; Mt 15,22;
17,15). A todos Jesús respondía con la mirada de la misericordia y el conforto
de su presencia. En tales invocaciones de ayuda o pedidos de piedad, cada uno
expresaba también su fe en Jesús, llamándolo “Maestro”, “Hijo de David” y
“Señor”. Intuían que en Él había algo extraordinario, que les podía ayudar a
salir de la condición de tristeza en la cual se encontraban. Percibían en Él el
amor de Dios mismo. Y también si la gente se amontonaba, Jesús se daba cuenta
de aquellas invocaciones de piedad y se apiadaba, sobre todo cuando veía
personas sufrientes y heridas en su dignidad, como en el caso de la hemorroisa
(Cfr. Mc 5,32). Él los llamaba a tener confianza en Él y en su Palabra (Cfr. Jn
6,48-55). Para Jesús sentir piedad equivale a compartir la tristeza de quien
encuentra, pero al mismo tiempo a obrar en primera persona para transformarla
en alegría.
También nosotros somos
llamados a cultivar en nosotros actitudes de piedad ante tantas situaciones de
la vida, quitándonos de encima la indiferencia que impide reconocer las
exigencias de los hermanos que nos rodean y liberándonos de la esclavitud del
bienestar material (Cfr. 1 Tim 6,3-8).
Miremos el ejemplo de la
Virgen María, que cuida de cada uno de sus hijos y es para nosotros creyentes
el ícono de la piedad. Dante Alighieri lo expresa en la oración a la Virgen
puesta al culmen del Paraíso: «En ti misericordia, en ti bondad, en ti
magnificencia, en ti se encuentra todo cuanto hay de bueno en las criaturas»
(XXXIII, 19-21). Gracias.
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